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Poesía en español


6:55


Luz reflejada


Abres los ojos.

Todo se alumbra

bajo la vasta influencia

de un astro incandescente.

Los colores que vemos

son restos no absorbidos

de su faro a distancia,

las sobras de la luz

en su tropiezo con las cosas.

 

La belleza se ofrece en los despojos

para invitarnos a extender la mano.


 

7:50

 

Hemos venido a buscar sentido al comenzar el día, como la cierva del salmo busca las corrientes,

entre el sueño y los horarios que nublan nuestro empeño,

entre la música que escuchamos cuando nace el canto de la madrugada.

Hemos venido a celebrar una franja de amapolas en el suelo, el despuntar de las gramíneas,

el fragor de los pájaros y la danza de las grúas en los solares hipotecados.

Hemos venido a contemplar la hierba en las heridas de los muros, a encontrar margaritas en las costuras de la acera,

como encuentra la novia la alheña del ramo en las viñas de Engadí.

Nuestro secreto es la luz sobre el fresco del silencio, el color que admiramos en un rapto de asombro,

la genuflexión en la aridez que en los rostros tatúa la costumbre.

Nuestro secreto es la mirada acariciando el verde de los tallos, la camisa cetrina de los brotes,

la flor de ajo suspendiendo sus radios en el aire, como suspende la vista su vaivén en un terreno abandonado.

En un lugar donde advertir la voz del paisaje, la matriz de elocuencia con que nos interpela,

donde el aire se hace hueco en una selva de humo y el sol galopa sobre la grupa del amanecer.

Donde la feracidad dibuja un mapa que nos salva;

una senda donde rastrear lo inaccesible

y sopesar los signos que la memoria guarde y agradezca.



10:10       


La Dionaea muscipula

cierra el extremo de su hoja

cuando algo roza su interior.

Vive, de esta manera,

en un terreno adverso.

Así sucede a nuestras manos.

Como plantas carnívoras

se pliegan ante el más pequeño roce.

Se procuran nutrientes para sobrevivir

a la crudeza del vacío.



16:35


El pozo, los otros


Un brocal entre zarzas, una torre invertida, una columna de aire que oculta un núcleo transparente.

Una espiral girando en su interior, instándote a advertir las ondas sobre su negra superficie.

 

Podría vomitar su lava inicua, punzar el globo de tu hocico, tragarte con su ansia irrefrenable.

Podría seccionar el cabo de tu sed, mientras contemplas el espejo que absorbe tu figura, el color de su frágil consistencia.

 

Sin embargo, persistes en escuchar su voz, en oír el murmullo de su cráter,

en dialogar con el oráculo de su caudal en sombra,

                                                                ¿infierno o paraíso?

 

Lanzas un cubo persiguiendo el fondo, el agua donde puedes reflejarte;

el centro de un lugar donde arriesgarse a sucumbir al abismo de su oscurecimiento.



19:15

 

Atravesamos puertas cuando concluye la jornada,

girasoles de acero por los que abandonamos la gruta que custodian,

la sima de su estómago ordenado.

Es la hora convenida,

la hora en que los labios de la tarde se entreabren en la altura,

finas grietas de alivio acariciando el cuerpo del misterio.

Cristaliza el cansancio y duele el lacrimal

y cunde un hábito de larva que nos gobierna en la rutina.

Afrontamos la escena velando un sol menguante,

entregados al rito del asfalto,

a la liturgia que se celebra en las medianas.

Así oficia el ocaso su ceremonia de olas grises,

su balada errabunda en circunvalaciones y autovías.

Así nos adentramos por parajes de humo,

por territorios de cemento donde nos adormece el ruido del motor,

su mareante aroma a combustible.

Solo su vibración nos acompaña, retrata nuestros rasgos,

nuestro gesto rendido al alquitrán.

Solo se deletrean, en dígitos, las horas

y los nudillos cercan el volante atornillándose en las curvas.

Nos escolta el parpadeo del bluetooth,

el chasquido de los intermitentes,

el murmullo incesante de la radio,

mientras rescoldos de conciencia registran cicatrices en el paisaje,

ágiles pensamientos vagando entre los trazos de los coches.

Entre la dentadura del asfalto hasta encontrar la meta,

el aire y sus enigmas como un círculo encendido;

como una imagen que anticipa el rapto del encuentro.



 

ERA NECESARIO QUE NACIERAS

 

Era necesario que nacieras para que llenaras en el mundo un hueco de palabras

para que desovaras la semilla del fruto remontando el camino de la sangre

la equidistancia entre el estiaje del sudor y el caudal desbocado de la arcilla

entre la piedra demorada en la maleza y el clamor de las hojas en su ascenso.

Era necesario que nacieras para que prendiesen raíces en la incertidumbre

acuarios de silencio que hospeden la ceguera de los páramos

pisadas que descifren el ovillo de las encrucijadas.

Era necesario que nacieras, porque faltaba entre nosotros tu vocación de simetría

la serie de los números ordinales, el abecedario en la deriva del conocimiento

el alumbramiento en la matriz subacuática del útero

cárcava de tejidos, templo donde forjaste el umbral de tu presencia.

Y así contemplar las huellas de tus brazos en el aire

el volumen de tu cuerpo entre las sábanas

las cucharadas de tu voz parpadeando en la intemperie.

Y así encontrar un ámbito para nuestra naturaleza herida en el origen

conciencia de las nubes y nudo de la tierra entre las aguas

paréntesis de arena y cuenco albergando el infinito.

La historia de la bolsa liberando el hambre

el oleaje inadvertido de varios meses de crecimiento a oscuras

morada de sombra y esperanza

de certidumbre pensada para ti,      para mí,      para ella.



PERSECUCIÓN

 

Naturaleza escurridiza de la felicidad

 

Como un pez que abandona su refugio

el vientre donde vive imaginando el aire

rastreando un hueco en la espuma para salir del fondo.

Como un ciego que atraviesa la parábola del viento

la tensión donde boquea, fugitivo, péndulo de escamas

trazo inaprensible entre las horas bajo la bóveda del día.

Como una bala de neón que avanza mientras tiembla

escurriéndose en la línea perfecta de los párpados

en la imposible cuadratura de las manos tras su forma.

Su dibujo entrecortado en la intemperie que rastrea

dividiendo en surcos lo invisible

agitando las aletas que cortan el trayecto con su filo.

El vaho de las yeguas, el rocío en la campana del silencio

la llanura donde se desliza entre las manos del musgo sobre la quietud inmutable de las piedras.

 

Allí donde vibra su contorno bajo la anémona del sol

donde se escucha el roce de su sombra contra el suelo

levantando el polvo necesario para aclarar la imagen

para rendir mis ojos tras el cerco de su ausencia

tras la senda que humedece su figura imperceptible.

 

El regreso hacia el lugar del que surgió su impulso

el rapto de partir para ensayar el vuelo

para desvelar el forjado del origen esparciendo sus esquirlas de sentido

 

horadando la uniformidad del oleaje

al que retorna y del que huyó

                                                sin haberme abandonado.



REVERBERACIÓN

 

Se acompasa mi pulso a tu llegada donde el mar cerca el Pier de Santa Mónica,

donde su noria gira y reblandece mi sien y mis pómulos,

la arcilla del cuerpo que se modela a cada vuelta.

Pasto soy de esta inercia rotativa,

de los trazos del aire al dibujarme,

del acecho de tu enigma en mis palabras.

Así ocurre en la Plaza de Oriente, donde el viento del sol nos hipnotiza tras la bruma

o en los empedrados de Dubrovnik, pórtico del mar,

teatro de implosiones al atardecer.

Estoy quebrado, en el límite del fervor

  y voy a despeñarme.

Ensayo el centro como el poeta ensaya círculos,

con versos que dejan húmedos los labios,

con meandros excavados en Colorado river.

Presa soy de su cárcava de espera, de su garganta silenciosa,

de la matriz de delirio en la que enmudezco.

En ella brota el eco que irradia mi figura y mi grito se juzga al caer la noche.

Será que amo la claridad del agua en Genoveses,

la redondez que eriza mi descanso,

la gramática que vertebra el mundo,

sintaxis natural que reflejan los cuerpos que se escuchan.

Será que alojo tu vibración sonora,

el lugar donde me tumbo y reverbero,

donde desciendo por una sima de amenaza,

pero emerjo como Lázaro

                                         sacudiéndome ortigas y habitado.

 

Será que tu presencia inventa mi destino.

 


REFUTACIÓN A PAVESE

 

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi[1]

Cesare Pavese

 

Vendrá la muerte a disponer mis ojos

como dispone el tiempo que me resta.

Vendrá en enjambre insomne

a expresar su alboroto de desierto.

Tendrá la forma de mis labios,

el rictus de mi rostro,

el frágil animal de mi delirio;

tendrá cuanto posee la esperanza.

Sabré entonces que fue real la vida,

piedra esculpida sobre la roca de otro sueño.

Sabré entonces que fue precisa esta existencia:

el grito sordo de la escucha,

la voz que reconocen mis oídos,

el espejo que niega mi orfandad.

La imagen devolviéndome

el número preciso en el recuento,

los cabellos pensados para mí.

Los que me han dado para esclarecer

el empedrado de mis pasos.

Los que he tomado para consumar

su desafío de abandono.

Su itinerario de presencias

donde ceder los ojos

                                 y extinguirme.


[1] trad.: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos».




 BART

San Francisco Bay Area Rapid Transit


Una sombra esquina,

un cromado rectángulo de duda,

una imagen desvelando enigmas en los ojos,

el vagón que aferras con piel de ardilla,

con dedos espirales.

Temblores de caracol desaguando en tu garganta

su salmodia de minutos,

                                              su ovillo de estaciones.

 

La claridad que indaga una promesa

hospedando, alerta,

la tensión en tu mirada.




DIANA

 

Eres blanco de todas tus ideas, punto de fuga de tu propia imagen sobre un fondo enmarcado en gasa oscura. 

 

Eres el rostro incierto y su misterio, la esfera que rebasa su contorno, lo finito gritando por la herida.

 

Por ti el marco en penumbra y el círculo interior, la gruta que te acoge con claridad de orla, la figura encajada en su frontera.

 

Por ti la carne muda de los labios, el enigma enunciado desde el centro, y el centro pensa­tivo como un cáliz de sed.





I

 

Un aguacero de viandantes

te dibuja sombras en la espalda

y un pestañeo remoto de pasos,

donde la rutina pulsa el tiempo.

 

Ayer no eras la palidez

que las nubes reflejan en tus gestos

ni la brevedad de un cambio de semáforo.

 

Donde migra el tiempo ahora

no hay deudas que saldar,

ni cobijo que te espere.

Más bien a tientas te colocas

                             donde se decide,

sin frío ni derrota

ni prodigio que suceda.

 

Tu cartera es la agenda de la memoria

donde pasas páginas como pasan

hombres y coches y ojos sincerados.

No es la premeditación del robo,

ni el deslumbrarte de un sol

amaneciendo muy alto.

Es la luz que barniza

la lámina del agua astuta,

que humedece,  

                        donde empaparse,

ser álamo y savia que te estalla

es el secreto impoluto

del hallazgo en la mirada.




A-42

I

 

La blusa del día suspende láminas de polvo y gotas circulando donde la atmósfera cubre el suelo. Lo que dura la secuencia del paisaje dura el cambio de marcha, y dobla el lomo del arcén si en el volante irrumpe un giro.

 

Sólo el instante muestra una señal y bloques con pisos en cascada.

 

El camino es uniforme y la mirada un hábito donde surgen coches y nubes de CO2 retando al ojo como el silencio reta al tiempo. No hay pasos ni huellas que seguir, ni el bullicio de la avenida donde se abastecen las horas en la trastienda de los deseos.

 

Sólo un oculto beso filtrándose en las toberas de la calefacción y la imagen de los retrovisores donde yace ingrávida la nostalgia que te adivina.


X

 

 

El espacio impuro que respiras

en las láminas audaces del ocaso.

El instante de los nudillos acodados

en el quicio de las horas,

cuando inciertos coágulos de sombra

liban el tránsito de tus sentidos,

cuando sauces de luz desfoliados

en esta orilla del cansancio trazan

el pulso de la tarde. Ahora que acuden

incipientes cuencos secos por tus labios,

por tus cálidas mejillas rasgadas

en las horas del recuerdo. Ahora

que hilos de cielo atemperado

en las costillas de la estancia,

anudadas manos de gracia convocada,

reblandecen las espumas de la dicha;

entre páginas de astucia y cabelleras de vigilia,

entre límites yacentes donde escuchas

el eco que te conmueve los gestos.